viernes, 5 de diciembre de 2014

Premio de 2º de Bachillerato del Certamen Literario de la Infancia

Julián Bravo Castilla, 2ºCTB                            

  La Pérdida 
                                             
      “No hay mayor dolor que recordar los tiempos felices desde la miseria”. Esta frase resonaba en lo más hondo del alma del anciano, no podía desprenderse de ella, pero tampoco quería hacerlo. Miraba a su alrededor, a su entorno, y no observaba más que un vago recuerdo, un recuerdo lejano pero que aún se arraigaba a lo más profundo de su ser. 


Un niño. Lo único que alcanzaba a ver era un niño, pero no uno cualquiera. Tenía algo que acongojó y cautivó al anciano, le era familiar, lo había visto antes.

           El niño se detuvo ante el anciano, lo miró fijamente y abrió su boca para esbozar una sonrisa desdentada, tierna y a la vez pícara. 
El joven se fijó en que el anciano estaba sobrecogido, casi petrificado. « ¿Está usted bien ? » le preguntó el joven, 


mientras que el anciano tragó saliva y tropezando al hablar casi sin mascullar una palabra le respondió un « » titilante y vio como el niño salía corriendo hacia otro grupo de jóvenes que gritaban: 
« Martín, ¿pero qué haces?, date prisa ». "Martín", ese nombre sonó con eco en la cabeza del anciano y notó cómo su corazón se agitaba.

            Casi sin darse cuenta, el anciano no se encontraba en el mismo lugar. Ojeó a su alrededor y vio pureza, un pueblo blanco como la nieve, un arroyo con aguas tan cristalinas que podía verse a través de ellas y un gran monte que presidía aquel paisaje idílico. 


Entre el monte, el arroyo y el pueblo se encontraba un prado, un gran prado verde en el que se veían figuras borrosas. Su vista se encontraba ya muy deteriorada, pero aún así llegó a ver que esas figuras no eran más que unos niños y, entre ellos, uno destacaba para él, Martín. Los niños y niñas del prado jugaban, se reían, corrían y, ante todo, disfrutaban. Se encontraban llenos de barro por toda su ropa y cara. Algunos sangraban por sus rodillas y codos, pero, aún así, no parecía importarles, sólo se preocupaban en divertirse. 



« Vuelan », pensó el anciano, que se percató de la gran facilidad en la que los niños se movían. Para él, no corrían o saltaban, sino que flotaban en el aire y se preguntó en qué momento su cuerpo dejó de permitirle moverse así, ahora a duras penas podía moverse.

              Los niños hacían volar unas cometas muy austeras, sin lujo de detalles. Mientras  algunos comían y se llenaban la cara de migajas que se mezclaban junto con el barro y las magulladuras, otros peleaban. Niños y niñas reñían de una manera tan dulce y despreocupada que le pareció conmovedor. Pero sin embargo sus ojos se centraban en Martín y su cometa. 



Al parecer tenía algo escrito con una caligrafía muy infantil que no llegaba a leer hasta que una ráfaga de viento, como si estuviera premeditada, arrojó la cometa hacia sus pies. La recogió con un gran esfuerzo y leyó lo que ponía. El anciano no pudo acabar de leer la frase cuando sus puños se agarrotaron con fuerza, con tanta, que cuando Martín llegó e intentó hacerse con ella casi la rompe. Martín furioso volteó la mirada hasta encontrarse con la del anciano y, antes de romper a hablar sin decir ni siquiera una sola palabra, su voz se ahogó. Los dos se miraron a los ojos y permanecieron inmóviles durante lo que pareció una eternidad. A los dos les costaba asimilar lo que veían. Todo se silenció, no existía el entorno para ellos, solo la persona que se encontraba frente a ellos. Pero despertaron de su incredulidad con un grito: «Martín vuelve a casa, tienes que ayudar a tu padre  ». «Debo irme», dijo el muchacho mientras corría sin dejar de mirar al anciano, tropezando más de una vez. 



Entonces el anciano casi sin fuerzas primero se sentó y luego se desplomó. Cerró los ojos y dio una gran bocanada de aire intentando tranquilizar su corazón inquieto.

              Al abrir los ojos, se encontraba en la misma habitación donde todo comenzó, sudando y temblando. A su lado su hija, su niña. Era lo mejor que había hecho en vida y se sentía honrado y orgulloso de que llevara el apellido Castillejo. Su hija se acercó a él pero antes de que pronunciara palabra alguna, éste le agarró el brazo y le suplicó que lo ayudara a levantarse. 



«Estás muy débil, papá», le dijo ella con un gran pesar, pero esto no pudo detenerlo. Con una gran aflicción logró llegar a su destino, un viejo baúl que contenía dentro un objeto viejo y casi corroído por el tiempo; en este, una frase. Nunca pudo estar más en desacuerdo con aquella frase que resonaba en su mente, sin duda alguna él prefería recordar aunque se sintiera miserable, prefería eso antes que olvidar lo que un día fue. ¿Quién lo recordaría sino él? Se levantó y se dirigió cojeando, aún así, apresurado, al extremo de la sala. Sabía que le quedaba poco tiempo miró a su hija que, incrédula, casi llorando, veía la situación y este le lanzó un sonrisa tan fuerte y tan serena que la tranquilizó. 



                Se detuvo frente al extremo de la sala, cada vez lo veía todo más oscuro, aceptaba con valentía lo que le iba a ocurrir. Sus ojos leyeron la frase que a duras penas había sobrevivido con los años en ese juguete. Entonces cargado de fuerzas, todas las que no le habían acompañado en estos años, mientras todo se tornaba en oscuridad, mientras veía cómo sus recuerdos se esfumaban entre el aire, alzó la vista para encontrarse con un espejo. En él se miró fijamente a los ojos casi desafiándose a sí mismo, cuando se dio cuenta de que la persona del espejo era aquel niño, y con una voz rotunda y clara, viendo como la mirada del niño se desvanecía,  pronunció con pausa cada palabra que dijo, cada palabra que se leía en su vieja cometa… «Yo soy Martín Castillejo».


              
                        
           
                                           


                                     

No hay comentarios:

Publicar un comentario