miércoles, 10 de diciembre de 2014

DÍA DE LA LECTURA

El 16 de diciembre ha sido institucionalizado por la Junta de Andalucía como el Día de la Lectura. Se conmemora el nacimiento del poeta Rafael Alberti y el acto por el que tomó nombre el Grupo Poético al que perteneció, Generación del 27. Aquel día de 1927 Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, José Bergamín, Juan Chabás y Mauricio Bacarisse se reunieron para ensalzar la figura de Luis de Góngora.

En nuestro centro, para celebrar este día hemos organizado lecturas teatralizadas de los textos ganadores del certamen literario sobre la Infancia. Tendrá lugar en el Salón de Actos. Bajaremos por cursos desde primera hora a sexta. 

Esperamos que disfrutéis con los textos, que viajéis con ellos a los lugares y mundos al que nos han querido transportar sus autores.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Premio de 2º de Bachillerato del Certamen Literario de la Infancia

Julián Bravo Castilla, 2ºCTB                            

  La Pérdida 
                                             
      “No hay mayor dolor que recordar los tiempos felices desde la miseria”. Esta frase resonaba en lo más hondo del alma del anciano, no podía desprenderse de ella, pero tampoco quería hacerlo. Miraba a su alrededor, a su entorno, y no observaba más que un vago recuerdo, un recuerdo lejano pero que aún se arraigaba a lo más profundo de su ser. 


Un niño. Lo único que alcanzaba a ver era un niño, pero no uno cualquiera. Tenía algo que acongojó y cautivó al anciano, le era familiar, lo había visto antes.

           El niño se detuvo ante el anciano, lo miró fijamente y abrió su boca para esbozar una sonrisa desdentada, tierna y a la vez pícara. 
El joven se fijó en que el anciano estaba sobrecogido, casi petrificado. « ¿Está usted bien ? » le preguntó el joven, 


mientras que el anciano tragó saliva y tropezando al hablar casi sin mascullar una palabra le respondió un « » titilante y vio como el niño salía corriendo hacia otro grupo de jóvenes que gritaban: 
« Martín, ¿pero qué haces?, date prisa ». "Martín", ese nombre sonó con eco en la cabeza del anciano y notó cómo su corazón se agitaba.

            Casi sin darse cuenta, el anciano no se encontraba en el mismo lugar. Ojeó a su alrededor y vio pureza, un pueblo blanco como la nieve, un arroyo con aguas tan cristalinas que podía verse a través de ellas y un gran monte que presidía aquel paisaje idílico. 


Entre el monte, el arroyo y el pueblo se encontraba un prado, un gran prado verde en el que se veían figuras borrosas. Su vista se encontraba ya muy deteriorada, pero aún así llegó a ver que esas figuras no eran más que unos niños y, entre ellos, uno destacaba para él, Martín. Los niños y niñas del prado jugaban, se reían, corrían y, ante todo, disfrutaban. Se encontraban llenos de barro por toda su ropa y cara. Algunos sangraban por sus rodillas y codos, pero, aún así, no parecía importarles, sólo se preocupaban en divertirse. 



« Vuelan », pensó el anciano, que se percató de la gran facilidad en la que los niños se movían. Para él, no corrían o saltaban, sino que flotaban en el aire y se preguntó en qué momento su cuerpo dejó de permitirle moverse así, ahora a duras penas podía moverse.

              Los niños hacían volar unas cometas muy austeras, sin lujo de detalles. Mientras  algunos comían y se llenaban la cara de migajas que se mezclaban junto con el barro y las magulladuras, otros peleaban. Niños y niñas reñían de una manera tan dulce y despreocupada que le pareció conmovedor. Pero sin embargo sus ojos se centraban en Martín y su cometa. 



Al parecer tenía algo escrito con una caligrafía muy infantil que no llegaba a leer hasta que una ráfaga de viento, como si estuviera premeditada, arrojó la cometa hacia sus pies. La recogió con un gran esfuerzo y leyó lo que ponía. El anciano no pudo acabar de leer la frase cuando sus puños se agarrotaron con fuerza, con tanta, que cuando Martín llegó e intentó hacerse con ella casi la rompe. Martín furioso volteó la mirada hasta encontrarse con la del anciano y, antes de romper a hablar sin decir ni siquiera una sola palabra, su voz se ahogó. Los dos se miraron a los ojos y permanecieron inmóviles durante lo que pareció una eternidad. A los dos les costaba asimilar lo que veían. Todo se silenció, no existía el entorno para ellos, solo la persona que se encontraba frente a ellos. Pero despertaron de su incredulidad con un grito: «Martín vuelve a casa, tienes que ayudar a tu padre  ». «Debo irme», dijo el muchacho mientras corría sin dejar de mirar al anciano, tropezando más de una vez. 



Entonces el anciano casi sin fuerzas primero se sentó y luego se desplomó. Cerró los ojos y dio una gran bocanada de aire intentando tranquilizar su corazón inquieto.

              Al abrir los ojos, se encontraba en la misma habitación donde todo comenzó, sudando y temblando. A su lado su hija, su niña. Era lo mejor que había hecho en vida y se sentía honrado y orgulloso de que llevara el apellido Castillejo. Su hija se acercó a él pero antes de que pronunciara palabra alguna, éste le agarró el brazo y le suplicó que lo ayudara a levantarse. 



«Estás muy débil, papá», le dijo ella con un gran pesar, pero esto no pudo detenerlo. Con una gran aflicción logró llegar a su destino, un viejo baúl que contenía dentro un objeto viejo y casi corroído por el tiempo; en este, una frase. Nunca pudo estar más en desacuerdo con aquella frase que resonaba en su mente, sin duda alguna él prefería recordar aunque se sintiera miserable, prefería eso antes que olvidar lo que un día fue. ¿Quién lo recordaría sino él? Se levantó y se dirigió cojeando, aún así, apresurado, al extremo de la sala. Sabía que le quedaba poco tiempo miró a su hija que, incrédula, casi llorando, veía la situación y este le lanzó un sonrisa tan fuerte y tan serena que la tranquilizó. 



                Se detuvo frente al extremo de la sala, cada vez lo veía todo más oscuro, aceptaba con valentía lo que le iba a ocurrir. Sus ojos leyeron la frase que a duras penas había sobrevivido con los años en ese juguete. Entonces cargado de fuerzas, todas las que no le habían acompañado en estos años, mientras todo se tornaba en oscuridad, mientras veía cómo sus recuerdos se esfumaban entre el aire, alzó la vista para encontrarse con un espejo. En él se miró fijamente a los ojos casi desafiándose a sí mismo, cuando se dio cuenta de que la persona del espejo era aquel niño, y con una voz rotunda y clara, viendo como la mirada del niño se desvanecía,  pronunció con pausa cada palabra que dijo, cada palabra que se leía en su vieja cometa… «Yo soy Martín Castillejo».


              
                        
           
                                           


                                     

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Premio de Profesores en el Certamen Literario sobre la infancia

María del Mar Díaz González

LA PLAZOLETA

-¡Niña a merendar!

María subió a casa y cogió su bocadillo favorito, el de pan con chocolate, que su madre le estaba preparando en la cocina mientras veía en la tele el romántico beso que Luis Alfredo le daba a Cristal.

Cogió el bocata y 10 pesetas. Bajó apresuradamente las escaleras porque habían venido niñas de la otra  plazoleta para enseñarles las preciosas mariquitinas y cromos coleccionados en tiempos pasados.


Eran niñas, sí, pero la época del “Tocadé”, “Viva la media naranja”, “Al pasar por el cuartel”,  las Nancis, Leslys, Barriguitas, Pin y Pon, Nenuco o la Pelona había quedado atrás. Ya no jugaban ellas solas a ser mamás, ni a cantar y bailar  imitando a Ana Torroja, Marta Sánchez, Parchís, Enrique y Ana… Ahora las tardes y los fines de semana eran distintos porque tenían una pandilla para jugar, explorar y empezar a sentir mariposas en el estómago. Incluso a ella, uno de los niños le había regalado un chinito de la suerte.

 

Mientras merendaban, en un banco reposaban impacientes una pelota para jugar al matar, una cuerda, varios patines de ruedas, un hulahop, la boti-boti, el elástico y el enredo. Al otro lado de la plazo, algunos de los niños jugaban al trompo, a los bolis o a Angúa. Más tarde, niños y niñas  cogerían las bicis y cada uno de ellos se transformaría en Tito,  Pancho, Desi, Bea, Piraña o  Javi e irían silbando la melodía del momento por las calles y plazas  más próximas. Y con un poco de suerte, cuando las energías se fueran apagando, se sentarían a corro a jugar a “Verdad, beso o consecuencia” o al “Conejo de la suerte”. Ni qué decir tiene, que esos momentos eran los más emocionantes del día.

 

La plazoleta rebosaba de vida y alegría por sus cuatro esquinas. Inocentes niños y niñas reían, jugaban, cantaban y hablaban de sus preocupaciones. Porque eso sí, también tenían preocupaciones como los mayores.  Todos iban a EGB. A veces una de ellas criticaba a la monja de Pretecnología por su afán de enseñarles croché o punto de cruz.  A otros no le salían las divisiones del Cuadernillo Rubio XI, otro no era capaz de saltar al plinto en la clase de Gimnasia, y así se pasaban las horas, charlando de todo un poco. Otras veces comentaban sus series y programas favoritos como V, El gran héroe americano, El Chavo del Ocho, La bola de Cristal, 1,2,3…o hablaban sobre las pelis que habían visto en el cine Almirante o que habían alquilado en el vieoclub, como ET, Los Gremlis… Incluso alguno se atrevía a contar alguna escena que había visto a escondidas por la noche en la peli  prohibida de dos rombos que estaban viendo sus padres.


María tenía suerte, pues en su casa aún conservaban el Cine-Exim y de vez en cuando, su padre con mucho   orgullo reunía a todos los chiquillos  para que vieran  alguna peli de dibujitos como Tom y Jerry.

Pasaron muchísimas tardes de bocadillos de chocolate, de manteca "colorá", de foeigrás, chicles Cheiw, Bang Bang, Chimos, Petazetas, Caramelos Pez, juegos,  canciones, confidencias…


Fueron dejando atrás los trajes con lazos a la espalda, los calcetines caladitos, los zapatos de hebilla…, para dar paso a los pantalones vaqueros  y de pana, los calentadores, los jerseys y las chamarretas y las faldas por encima de las rodillas. Bajaban oliendo a su primera colonia Chispas o Don Algodón. Presumían de llevar sus primeros tenis de marca Dunlop, Yumas o Jjayver.


Dejaron el cole y pasaron al instituto. Ya no forraban sus carpetas con Hello Kitty, Snoopy o Mafalda. Ahora sus libros y cuadernos mostraban caras y cuerpos bonitos recortados en revistas como Tele Indiscreta o Super Pop.

Seguían siendo niños, niños y niñas  sentados en los mismos bancos de la plazoleta pensando y hablando de  un futuro: si seguir estudiando BUP, FP, COU, hacer selectividad para estudiar una carrera cuando fuesen mayores, etc…

Fueron cambiando de aspecto físico igual que de amistades, lugares de encuentro, aficiones, amores…, incluso algunos se fueron a otras ciudades para no volver jamás.

Todos han ido forjando su propio destino. Unos con más suerte que otros. Han pasado más de  30 años. María sigue sentándose muy a menudo en la ahora silenciosa e inhabitada plazoleta.  Pocos niños bajan a jugar. Prefieren estar en casa  encerrados en sus cuartos,  jugando con  el ordenador o  con  la Play.

Aquellos bancos, testigos hace muchísimos años de risas,  juegos, canciones, primeros amores y confidencias soportan el paso de los años de nuestros ya mayores padres y vecinos que buscan un rayito de sol que les calienten sus entumecidos huesos. Otras veces, con suerte,  esos mismos bancos vuelven a ser testigos de alguna que otra gracia o rabieta de nuestros hijos y sobrinos.