viernes, 28 de noviembre de 2014

Premio de los Familiares en el Certamen Literario de la Infancia


 

 Rosario Fernández Serrano (Abuela de Marina Morales Marcos, 1º CTB)
  
“EL GATITO SATURNINO”

Hace muchos años, había una aldea donde todos eran felices, hasta que llegó un día en que la felicidad se acabó. Todos los matrimonios jóvenes se fueron marchando a la capital, en busca de otra vida que no fuera la del campo. 


Aquel día se fue el último matrimonio, con su niña Adelita, de cuatro años.

Adelita padecía una enfermedad extraña. Se moría de tristeza, al no tener con quien jugar. Dejó de comer, dejó de hablar y ya no quería levantarse de la cama. Sus padres, Jerano y Mary, decidieron llevarla al médico y el diagnóstico fue claro: No tenía enfermedad alguna. Solo se moría del aburrimiento. Si no se la llevaban a donde hubiera niños, se moriría de tristeza. 


No se lo pensaron dos veces.  Cargaron las alforjas del burro con lo necesario y se marcharon a la capital. 

Cada día la llevaban a un parque cercano a jugar con los niños. Día a día se le notaba más la mejoría.

Pasó un año y los habitantes de la aldea vieron venir un burro con tres personas allá a lo lejos. Corrieron a tocar la campana de la iglesia, para avisar a todos de que había novedades, que se reunieran en la plaza de la iglesia. 


Llegaron todos, habían dejado de hacer todas sus labores, pues por el pueblo casi nunca pasaba nadie. Cuál fue su sorpresa cuando vieron volver a la última familia que se había ido.

Después de los saludos de rigor y las muestras de alegría, Jerano explicó que la niña estaba enferma por la polución de la ciudad. La hacía ahogarse y el médico le había recomendado los aires de la montaña. Se instalaron otra vez en casa y, esta vez, para bien. No le dio tiempo a Adelita de aburrirse. 
Uno de los días escuchó Mary a la niña llamarla a gritos. Así que fue donde estaba Adelita y vio como esta le señalaba el pilar de la cancela:

- ¡Mamá, ahí arriba hay un gatito llorando! ¡Cógelo, cógelo! Que tiene hambre, que el llanto es de hambre.
-Bueno, bueno…

 

Pero el gatito gruñó con un peculiar sonido:

-FUUUUUHH
-No puedo cogerlo. Vamos a traerle leche.

El gatito se la tomó, se tumbó panza arriba y se quedó dormido.  Adelita lloraba, mientras decía que lo quería coger.

-Bueno- dijo su madre- sube tú que yo te sujeto la escalera.

Adelita subió y lo acarició, primero la cabeza, luego las patitas. Hasta que el gatito le lamió la mano y se subió encima de ella. Momento que aprovechó para cogerlo y bajar con él de la escalera.

 

-Mamá, vamos a ponerle un cojín cerca de la chimenea, para que Saturnino sepa que en casa tiene un sitio.
-¡Ah!- Exclamó su madre- ¿Se llama Saturnino? ¿Es que lo conocías?
-No, pero tiene cara de llamarse así.

Pasó el tiempo y se hicieron grandes amigos. Saturnino se convirtió en un gran gato.

 

Un día, Mary le dijo a Adelita que trajera un tronco para la chimenea… El gato se subió en la pila de leña y, cuando la niña fue a coger uno, se erizó y comenzó a gruñir con su  peculiar sonido. Adelita se asustó. Gritó tanto que su madre acudió. 


Al ver que el animal no le dejaba coger el tronco, se dio cuenta de que pasaba algo. Cogió la escopeta de su marido y disparó hacia los troncos. Vio con horror cómo salía una enorme víbora. Rápida le pegó un tiró y la mató.
Saturnino salvó a Adelita de una mordedura mortal.

 

 Desde entonces, cada año celebraban con Saturnino el día que lo encontraron. 

-Inspirado en mis memorias-
                                                                                                             

jueves, 27 de noviembre de 2014

Premios a los profesores en Relatos sobre la Infancia- Fernando Prieto


                                                    NO TENGAS PRISA



Cuando faltaban sólo unos minutos para la salida del tren  tía Águeda subió a su vagón de tercera con una maleta por equipaje y una tristeza que inundaba toda la estación. Se había distraído, mientras esperaba, con un trozo de cielo luminoso que se colaba por los andenes. Pero esa luz no bastó para impedir que las lágrimas humedecieran sus ojos y un reguero salado como el mar se abriera paso por sus mejillas hasta la comisura de sus labios. Fue entonces cuando mi abuela le ofreció un pañuelo para borrar el llanto de su rostro y ella se despidió con un abrazo  lento y sin palabras, como sin prisa. Mi abuela, cuenta mi madre, estuvo un tiempo muy apenada y aún hoy hay momentos en que se la ve nostálgica y dolorida como traspasada por una espada de seis puntas.
Cuéntame abuela -le digo- y mientras limpia su gafas de vista cansada, saca un viejo álbum de cromos. Un coleccionable, tan antiguo como bien conservado, que hojea página a página ¡Ah! exclama. Aquí están los elefantes. Los elefantes son paquidermos, me explica, viven en África, en la India. ..Tía Águeda amaba los animales, sabía distinguir entre un elefante africano y uno indio, creo que por el tamaño de las orejas. Cuando hablaba yo imaginaba las agostadas praderas de la sabana llenas de gacelas, cebras y elefantes que había visto en los documentales de naturaleza .La habitación se llenaba de la fragancia de las acacias y al cabo de un tiempo , que no podría precisar, mi abuela recogía con mucho cuidado el álbum y lo guardaba con mimo entre los pliegues de la manta que calentaba sus rodillas. Ella no pensaba en África sino en una estación fría y en una vieja maleta, en su hermana Águeda y en su álbum sin completar.
La mayor distracción de mi abuela era tejer jerséis para el invierno, incluso en el verano su butaca conservaba restos de lana que ella dejaba para que jugase la gata. Una gata enorme que dormitaba siempre a su lado. Esta gata sueña .Lo dice cada vez que ve los parpadeos en sus ojos cerrados cuando falta poco tiempo para que también ella se abandone al descanso. Mientras veía a mi abuela soñar junto a su gata yo  también soñaba y, sin hacer ruido alguno, ojeaba el álbum.
En la página treinta del álbum de tía Águeda estaban los peces tropicales pero mis preferidos fueron siempre los peces voladores. Surgían del agua y se elevaban tanto que amenazaban las lágrimas de la araña de cristal de la habitación. Cuando la abuela daba señales de que iba a despertarse el último pez volador se plegaba entre las páginas abandonando el salón y sumergiéndose en el azul transparente casi cristalino de un mar de papel en el cromo 269.
A finales de verano, con las tormentas amenazando lluvia, llegamos a las Selvas Tropicales. Estábamos en la terraza por el calor que hacía dentro de la casa y por momentos el ruido de los monos aulladores apagaba el alboroto de la calle que empezaba a despertarse de la siesta. La casa ahora, con el álbum abierto, olía a humedades y frutos exóticos, a mango y a papaya y en el vestido estampado de la abuela la vainilla y la canela  exhalaban una dulce fragancia. Mi madre en la cocina preparaba una cena ligera, mi padre llegaba más tarde del trabajo.
El invierno es frío, como la luz de la luna que palidece en la ventana, pero la habitación está cálida y los canguros pueden saltar por encima del sofá con una ligereza asombrosa. Una hembra porta en su vientre una cría pequeña que gira de manera independiente su orejas sintonizando los ruidos del televisor en el salón y de la batidora en la cocina. Son marsupiales me enseña mi abuela, que corre las cortinas porque la luna la pone triste. Ante la luz de la lámpara el cangurito se oculta en la bolsa de la madre, intimidado tal vez por la mirada amarilla de los cocodrilos del Nilo de la siguiente página. Estamos ya en los Desiertos Australianos y los Grandes Ríos. Falta un cromo en esa página, otro en la siguiente.
Lo mejor del otoño, dice, son las puestas de sol. Tía Águeda y yo solíamos verlas junto al mar. Ahora ya hace tiempo de eso, pero aún recuerdo el momento en el que el sol rojizo se zambullía en un océano tranquilo, disipando la luz del día bajo el peso inminente de las constelaciones que iluminaban un cielo cada vez más oscuro. A mí me entra sueño y me voy a la cama. Soñaré con tía Águeda y su empeño en completar el álbum con todas las maravillas del mundo conocido. Sus desvelos por conocer los cinco continentes. Mi abuela, entretanto, se dispone a recoger ensimismada con los muchos recuerdos que llenan su vida, pesados los párpados, como sin prisa por abrir los ojos.
En la siguiente primavera, con el álbum florecido de acacias y la gata recostada en su sillón, mi abuela no tuvo prisa en abrir sus ojos. Dejó  el álbum junto a un sobre cerrado  con los seis cromos que faltaron siempre a tía Águeda: el pez volador detenido en su parabólico salto, azules de tristeza los elefantes cabizbajos, fija la mirada amarilla de los cocodrilos, silenciados los monos aulladores en las copas de los árboles, los canguros apostados a la sombra de una roca.
En el último cromo una puesta de sol con un tren que se aleja y una frase escrita  en el reverso: no tengas prisa pero perdóname. Parece que la gata la estuviera leyendo. Mi abuela olía a mango y a papaya esa tarde.




Fernando 5 de Octubre de 2014


Premio de Relatos de la Infancia de 2º ESO


Miguel Batista López, 2º A

Mi infancia

Estoy intentando escribir una narración para la infancia, y 
no se me ocurre nada.Estoy pensando y rememorando 
para saber qué escribir:


Recuerdo por una extraña razón, que mis padres me daban el biberón todas las mañanas, también me ayudaban a salir de la bañera y me acurrucaban en mi toalla de baño. 
Echo de menos el que me vistieran siempre, sus repetidos abrazos...ahora no son tantos.. La ilusión que tenía la noche de los Reyes Magos poniéndoles polvorones y leche para los camellos; o al Ratón Pérez, el queso, cuando se me caía un diente y esperaba sus regalos con impaciencia y nerviosismo.


El ver dibujitos como los Teletubbies, que ahora me parecen una tontería y antes me encantaban. Ese sentimiento de angustia el primer día de colegio o el estar en preescolar y dar cosas que ahora, sin duda, me resultan bastante fáciles. Jugar en el recreo a juegos como el pilla-pilla o sentir miedo al oír “¡que viene el coco!”

Tener menos horas en el colegio que  en el instituto o el ir a la playa en verano, y ponerme a jugar con mi cubo y mi pala para hacer un castillo de arena y hacer “albóndigas” de arena. Creer que todo el mundo era bueno porque si no, no les traería nada los Reyes Magos y no entender por qué a algunos niños no llegaban los Reyes y tenía que dar mis juguetes antiguos. -Si no llegaban es que no eran buenos y no merecían mis juguetes- pensaba.


En definitiva, todos aquellos recuerdos y creencias  me hacían vivir dentro de la ilusión de un mundo mejor y a medida que se fueron desvaneciendo han ido acercándome poco a poco a la realidad. Quizás por eso, por ese mundo tan bonito, siempre vivirá en nosotros ese pequeño niño.

 


miércoles, 26 de noviembre de 2014

Premio de 1º de ESO del certamen literario sobre la Infancia

Luna García Pavón, 1º C 

SUEÑOS INTERMINABLES

Érase una vez una familia formada por una madre sencilla, un padre  muy trabajador y su encantadora hija Elizabeth de seis años. 



Todos los días Elizabeth volvía del colegio,  jugaba en el parque, entraba en su casa, comía y hacía los deberes.

Un buen día fue al parque y jugando se cayó. 



Se hizo mucho daño así que llamó a sus padres y la llevaron al médico. Desde entonces Elizabeth notó que le pasaban cosas muy raras a todos los de su alrededor. 

Al día siguiente no le sonó el despertador, ni la avisó su madre. Se vistió corriendo, desayunó y se marchó. De camino al colegio iba pensando por qué su madre no le había dicho nada y por qué tenía esa cara de malestar y cansancio.

En el colegio todo era muy extraño también. Le saltaron de la lista y nadie le pidió los deberes. En el patio nadie le hablaba  y se quedó sola. Pensó que era una broma de sus amigas. Cuando  terminaron  las clases  todas sus amigas se fueron sin decirle ni una palabra. Esperó y esperó, pero nadie vino a recogerla. Seguro que sus padres se habrían olvidado de ir a buscarla.

Llegó a su casa y no la saludaron,  tampoco le prepararon la comida. Su madre salió de casa y su padre se fue a trabajar. Elizabeth subió  las escaleras corriendo y entró en su cuarto dando un portazo. Del mismo golpe, tiró un libro raro y curioso que había en la estantería. 



Empezó a leerlo con los ojos llenos de lágrimas, pero a medida que iba leyendo sus lágrimas fueron desapareciendo. No salió de su cuarto en toda la tarde y tampoco bajó para cenar. Por fin se apoderó el sueño de ella.

Se despertó muy animada. La oportunidad  era perfecta para que sus padres le hicieran caso ya que era  su cumpleaños. Sin embargo, tampoco  se lo  hicieron .



No pasó nada, ni fiesta, ni felicitaciones, ni regalos. Así que por la noche se tumbó en el patio de atrás mirando las estrellas y notando el viento que movía el césped, el cual no se cortaba hacía mucho tiempo. Deseó ser un pájaro para salir de ese mundo volando. Elizabeth se quedó totalmente dormida.

Cuando empezó a amanecer entró en su casa, fue hacia su cuarto y cogió una maleta donde metió toda su comida, su libro y sus ahorros. Bajó las escaleras, abrió la puerta y se marchó. Corrió y corrió hasta que las piernas le empezaron a temblar, se sentó en un bordillo y empezó a leer hasta que los ojos se le cerraban. Siguió andando hasta que los pies le quemaban.



Pasó ese día y volvió a su casa, cansada de andar, correr y leer. Antes de entrar se sentó en el banco de afuera  y se quedó mirando al cielo cansada de respirar. Salieron su padre y su madre con la cabeza agachada y la mirada vacía. Elizabeth empezó a gritarles y a decirles todo lo que se le pasaba por la cabeza, pero ellos no levantaron la mirada. Se montaron en el coche y se fueron.



La niña salió corriendo detrás del coche. No podría perderse porque toda la barriada  iba hacia el mismo sitio. Cuando llegó se sorprendió porque todos estaban en el cementerio.
Se acercó y vio a sus padres al lado un pequeño  ataúd. Se asomó y había una niña con una herida en la cabeza. Elizabeth comprendió todo horrorizada. Desde el día que se cayó en el parque…, jamás volvió a despertarse.



FIN